Por Zhenia Djanira Aparicio Aldana, doctoranda en Humanidades por la Universidad de Piura

La situación actual para el ser humano es problemática, y la manera de afrontar esta realidad es insuficiente. Para algunos, no hay salida a tal complejidad o, en su defecto, no se encuentran los medios capaces o claros para enfrentarla. Si bien es cierto que el ser humano ha encarado siempre situaciones críticas en su devenir histórico, el punto clave es que el escenario es sumo complejo al ser muchos los problemas que se presentan. Esto da lugar a riesgos que, si no son afrontados de la forma correcta, pueden desencadenar situaciones trágicas e incluso insolubles.

El ser humano como ser solucionador de problemas

En la perspectiva biográfica, el ser humano asume retos. En algunos casos logra el éxito o, ante el fracaso de otros, va acumulando en su intimidad angustias difíciles de sobrellevar. A nivel social, la magnitud de las complicaciones originan en él agobio y desesperación, sintiendo que su vida no tiene sentido.

El mundo se presenta lleno de conflictos de diversa índole, como el «deseo» de un crecimiento económico sin mirar el desarrollo humano o las diferencias que se generan en los sistemas de gobierno ahogados en crisis gubernamentales —con el consecuente aumento de la pobreza, como sucede en los países en vías de desarrollo—. A su vez, la indiferencia de los Estados en problemas verdaderamente humanos y el abuso de la tecnología coadyuvan a oscurecer la verdadera relación del hombre con el universo.

El ser humano actúa de manera libre en aquel espacio insaturable en donde surgen posibilidades que marcan alternativas nuevas. Lo conveniente es que se elijan alternativas positivas; sin embargo, y como señala Leonardo Polo en La persona humana y su crecimiento, «la acción productiva de posibilidades en el estado histórico de la humanidad es distinta del ordenamiento moral». Es decir, en muchos casos las posibilidades que se presentan no mantienen correspondencia a su debida relevancia moral, lo que hace que el mundo se muestre en algunos casos oscuro, desolador y no óptimo debido al actuar humano, que no encamina virtuosamente su libertad en miras a un adecuado perfeccionamiento del hombre en sociedad.

A pesar de esta situación crítica de desperfeccionamiento por el ejercicio desmedido de su libertad, en su devenir histórico el hombre ha venido enfrentando conflictos de diversa magnitud con total valentía y audacia. En otras palabras, una de las características del ser humano es ser un «solucionador de problemas, un ser cuya capacidad de resolverlos es mucho mayor que la de cualquier otro viviente».

Su habilidad para resolver inconvenientes lo acerca al cosmos creando un espacio para ser habitado a través de su operar cultural y productivo manifiesto. Para lograr un mundo habitable, el hombre se acoge al conjunto de medios que le ofrece su entorno y que le sirven para encarar situaciones complejas que se le pueden presentar. La persona dispone del mundo, crea problemas, pero, a la vez, los soluciona.

La crisis ecológica

El hombre habita el mundo y añade su actuar libre, pero, a pesar de esta potencialidad, su libertad lo pone en condiciones de riesgo en cuanto especie que merma su condición vital y humana. Así, como ejemplo del peligro que le acecha por su mismo proceder libre, encontramos la crisis ecológica, que evidencia una clara decadencia en la humanidad y de retroceso en las relaciones humanas.

En consecuencia, los problemas del medio ambiente, como el cambio climático, el deterioro de la capa de ozono, la deforestación, la contaminación, entre otros, no le son indiferentes, ya que generan en él un darse cuenta de lo compleja que es la situación ecológica y, sobre todo, de las consecuencias negativas que sobre el hábitat humano se originan.

Esta conciencia crítica sobre el problema medioambiental da lugar a un alto grado de sensibilización que mueve a la persona a incidir en la búsqueda de una solución mediante su participación en sociedad de manera directa, activa y solidaria. Ante la conciencia crítica que el ciudadano adquiere frente a los problemas ambientales, la noción de calidad de vida relacionada con el respeto a la dignidad humana se convierte en un objetivo común en tiempos actuales.

La sociedad ha comenzado a darse cuenta de la magnitud del problema ecológico, que se origina como el resultado del efecto trágico de la actividad humana descontrolada sobre el medio y en donde la técnica utilizada y la inventiva se nos ha escapado de las manos.

Este actuar desmedido y de «enriquecimiento indebido» del ambiente exige con urgencia un cambio relevante en el comportamiento de la humanidad. El desarrollo tecnológico ha comenzado a exigirle al ambiente mucha más capacidad de la que puede darnos; los parámetros de un desarrollo sostenible no son respetados. El hombre olvida así que el progreso para sostener la vida humana debe ser realizado no en la búsqueda de resultados inmediatos y destructivos basados en la mera utilidad que originen efectos perversos, sino planificando metas a largo plazo que miren a la persona con dignidad y sin ansias de un poder imponente sobre el entorno.

Está claro que no se puede despersonalizar la técnica y —de paso— el manejo que se hace del medio ambiente. De ahí que el conflicto ecológico, como otros que suceden en este mundo, afecte al núcleo duro de la visión de una comunidad que mira a la persona en todo su actuar, ya sea en el ámbito público o privado.

La inserción de la libertad en el mundo

Ante el panorama medioambiental difícil de enfrentar, la altura histórica de nuestro tiempo exige el ejercicio enérgico de nuestra libertad, es decir, la actuación de vivir según la relación medio-fin. Así, Leonardo Polo, desde esta perspectiva, sostiene que «en la medida en que el hombre ejerce la relación medio-fin es dueño de su conducta práctica desde sus operaciones inmanentes, y dueño de estas últimas desde las virtudes».

El ser humano, entonces, es libre y no autorrealizable, lo que significa que su actuar no debe enfocarse en el ámbito de la necesidad. No es una especie de centro absorbente que lo hace dependiente de los que le rodean, es decir, no es un ser necesitante. Al contrario, el hombre ostenta un espacio del que dispone donde su capacidad de tener se traduce en la facultad de «habitar el mundo» que hace su entorno habitable.

Las acciones que la persona realiza son en miras a un fin en cooperación con otros. Uno de estos otros es el mundo que vuelca en el sujeto y en su actuar un alto grado de responsabilidad y un evidente deber moral en el hombre como ser-productor. La diversidad y complejidad de la relación que envuelve al ser humano con el mundo, con su «casa común», se articula —y con especial fuerza— con el ser personal del hombre.

Se puede decir que la relación entre la actuación del hombre y el mundo es intensa, y es así porque en él recae su dominio, pero a la vez su integridad. Este dominio no implica la imperiosa necesidad del hombre visto como «operatividad dominante» de asemejarse a Dios para lograr un control inminente de la realidad circundante. Al contrario, el ser humano depende del Creador, siendo la creación buena y dada por Él.

La idea de dependencia —mas no de subordinación— debe girar en torno al actuar humano sobre el ambiente, a fin de que se mantenga y proyecte en la persona su «sentirse ser criatura» capaz de desenvolverse de manera positiva en coexistencia con los demás. A su vez, el hombre al no reducirse a sí mismo se manifiesta como un «perfeccionador perfectible» que amplía el mundo y que —a su vez—, en orden a su naturaleza, lo continúa a través de su producción y de su técnica.

Sin embargo, como se ha señalado, el actuar libre de la persona, que tiende a la perfección, puede ponerla a prueba, en constante riesgo, ya que, al habitar el mundo que ella misma construye, puede llegar a desnaturalizar su entorno en razón al deseo desmedido de alcanzar el anhelado progreso y desarrollo de la sociedad que habita. Lo que en muchas ocasiones le hace olvidar el carácter moral que deben ostentar sus actos sobre el ambiente —y que al no cumplir dicho carácter deviene en una detención de su verdadero crecimiento—.

Es claro que el hombre, mediante el ejercicio desproporcionado de su libertad, puede llegar a tergiversar el mundo, lo que refleja un intento de dominar el entorno y de extender la técnica. Dicha libertad se ve elevada a una especie de libertad cósmica que no coexiste y que tiende de manera egoísta a la satisfacción de intereses meramente particulares. De esta manera, el penoso problema del escenario ecológico manifiesta la preocupante realidad del actuar moral del hombre que refleja a su vez la acrecentada indiferencia del valor hacia la persona y la total indolencia por el medio en que vivimos.

No se puede seguir pensando que somos dueños absolutos de la naturaleza, sino que tenemos el encargo de hacerlo mejor. Si se sigue teniendo la idea de hacer con ella lo que nos da la gana, caeremos en el caos ecológico que manifiesta una verdadera crisis moral. Pero ¿cómo se llega a revertir esta situación que nosotros mismos hemos creado sobre el ambiente? El problema medioambiental lleva a indagar de manera exhaustiva la relación entre la técnica y el universo.

La evolución de la técnica no asegura que estemos mejor que en tiempos pasados. Para frenar el actuar arbitrario del sujeto sobre el ambiente es necesario crear alternativas positivas que reviertan y detengan el acelerado descontrol de la ciencia y técnica del hombre hacia el universo.

Salir del atolladero

Si se quiere hacer frente al problema ecológico y al déficit moral en el uso que se hace del mundo, se debe empezar por el ejercicio de virtudes, que es lo que nos lleva a elegir las mejores alternativas. El sentido del crecimiento de una persona nos lleva a la libertad, lo que aclara que el ser humano, si bien puede crecer, también puede decrecer mediante la generación de vicios. A contrario sensu, cuantas más virtudes se sitúen en la esencia humana, el hombre mirará el bien verdadero y, por ende, tomará las mejores decisiones. Así, frente a lo dicho, ¿se puede crecer en una mejor conciencia crítica hacia el cuidado ambiental?

La respuesta es afirmativa. Si bien es evidente que estamos ante una crisis ecológica, toda crisis —entendida como deficiencia o carencia de recursos—  debe verse como una oportunidad de lograr un verdadero crecimiento y, por ende, no se debe bajar la guardia, como tampoco el optimismo y la esperanza de un cambio positivo. Así, ante el problema ecológico se deben buscar propuestas que ayuden a contrarrestar los retrocesos que el hombre mismo ha originado por su actuar libre y deficiente.

En esta búsqueda de propuestas que encaren de manera ótima el problema ambiental, se encuentra el denominado «Humanismo cívico», estudiado por Alejandro Llano. Dicho humanismo es entendido por Llano como «aquella actitud que fomenta la responsabilidad y la participación de las personas y comunidades ciudadanas en la orientación y desarrollo de la vida política…». El humanismo cívico fomenta virtudes sociales como «referente radical de todo incremento cualitativo de la dinámica pública». En consecuencia, la propuesta dada por Llano —con clara influencia aristotélica— se dirige a enfatizar una sociedad en donde la actividad humana se encamine hacia las virtudes cívicas.

Las virtudes ciudadanas, como lo son la solidaridad,  justicia, orden, respeto, y lo que ahora se encuentra en boga que es la empatía, no solo deben verse como una especie de ornato que propage el ser humano en aras de un mejor reconocimiento ante otros. Por el contrario, su ejercicio debe estar dirigido hacia su perfeccionamiento intríseco y, a su vez, orientarse hacia el desarrollo del bien común, de la comunidad en que se desenvuelve el hombre.

La solución que se le de a la crisis ecológica debe ser acogida en miras a la consecución del bien común el cual debe ser buscado en respeto a la persona humana, la cual está dotada de facultades y habilidades dirigidas a su desarrollo integral y al respeto de su dignidad. La búsqueda del bienestar social y el progreso de la sociedad en su conjunto se ven concretizados, menguando de esta manera la crisis ecológica y logrando alcanzar la anhelada paz social, en donde el Estado tiene un papel enorme, ya que sobre él recae la obligación de defender y promover el bien común.

Un buen punto de partida para entender de manera clara el problema sobre el ambiente es plantearnos la necesidad de conducir a la sociedad hacia un humanismo cívico, entendido como aquella actitud que da lugar a la generación de virtudes que enfrenten la crisis ecológica. En otras palabras, lo que persigue el humanismo cívico es buscar dentro del complejo teórico los sustentos conceptuales que otorguen una verdadera razón del ser personal y de la libertad, formando ciudadanos dentro de un marco antropológico y ético y, sobre todo, como sostiene Irizar, comprendiendo al sujeto como un «ser espiritual y comunional».

No hay duda de que la propuesta del humanismo cívico, es una buena alternativa para generar oportunidades en el mejor tratamiento del ambiente. A su vez, este humanismo nos inclina a un nuevo modo de actuar cívicamente, con el incremento de virtudes y hábitos que hagan que el hombre se perfeccione y crezca en el uso positivo de su libertad. Más aún cuando dicho operar libre tiene sus efectos hacia la sociedad y hacia sí mismo como una especie de feed back que lo retroalimenta. Si se enfatiza en el crecimiento de virtudes cívicas sobre medio ambiente nuestro actuar será verdaderamente libre.

Imagen e información tomada de: Filico.es